Me siento a escribir con nocturnidad para Hello Creatividad, esta familia extendida de la que es una alegría formar parte. Y he tenido que mirar en la prensa cuántos días lleva abierto este extraño paréntesis en nuestras vidas para constatar que son ya 58 días -casi dos meses- desde que el coronavirus se llevó sin ningún miramiento nuestras frágiles certezas cotidianas. Las certezas, o esas rutinas que nos dan la pauta de los días.
A medida que nuestras certidumbres se iban al garete, la primavera avanzaba con determinación sin atender estados de alarma, noticias en prensa, ni cualquier otra cosa que no fuera cumplir con su propósito. El trabajo en nuestro taller está íntimamente ligado al ritmo reiterado de la naturaleza; recogemos con respeto la flora silvestre que nos regala cada estación, para intentar llevar algo de bosque a casa a través de la cerámica, los tintes botánicos y el prensado de flores.
Cuando el confinamiento dejó claro que este año no íbamos a poder salir a recolectar “primavera” nos quedamos bastante tristes; trabajamos con flora silvestre y nos íbamos a perder la últimas mimosas, los prunos, las amapolas, los dientes de leon, los zumillos, las borrajas… En Madrid duran muy poco y nuestro material de trabajo es efímero. Las flores, con su fragilidad, son en sí mismas una declaración de esta fugacidad. Y en esos días poder trabajar con la delicadeza de las flores, la sutilidad, lo invisible, se hacía más necesario que nunca para nosotras. Creo que lo efímero nos recuerda lo importante.
Somos, sobre todo, recolectoras de ciudad, porque vivimos en la ciudad. Hemos entrenado la mirada para reconocer en muros, aceras, grietas y asfalto, las plantas y flores más valientes y voluntariosas. En nuestros caminos diarios al taller, advertimos los cambios que se van dando todo el año en nuestro escenario urbano y esto nos da muchísima alegría. Con ese disgusto inicial cerramos el taller, y nos instalamos en casa.
En las primeras semanas vivimos la primavera desde nuestra ventana a través un par de olmos, una mimosa y un pruno y, en las pocas ocasiones en las que salíamos a hacer la compra, recogíamos mimosa, las flores en el suelo de los prunos y las primeras hojas de los olmos. Y ha sido muy interesante advertir cómo esta limitación nos ha hecho profundizar la mirada; concentrase en menos para ver más de cada, para estar más atento. Recoger cada día algo del mismo árbol, para constatar que detrás de los grandes cambios hay otros continuos, pequeños e inapreciables. Y es muy gratificante poder ver que las limitaciones también son grandes impulsores de la creatividad y la mirada.
Después de largas semanas llegó por fin el gran momento de poder salir a pasear. A mí me gusta hacerlo por la tarde, tranquila, para cerrar el día y respirar aire fresco sin prisa. Y a tantos otros que inundan las calles estos días. La primera semana casi no recogí flores, porque el paisaje inédito que ofrecía mi barrio era muy interesante, era extraño ver a tanta gente por calles que en la “anterior normalidad” estaban poco transitadas. Me pareció que, de manera instintiva, esa gran fauna que somos y que salía a la calle después de muchos días buscaba sobre todo hierba, prados y árboles. Y de manera instintiva también, las familias, niños y mujeres recogían flores y se llevaban ramitos silvestres a casa. El primer día también vi a un skater despistado rodar el patín con unas amapolas en la mano.
Salir, además, para advertir que la primavera había hecho su trabajo, este año con más dedicación que nunca, preparando el gran escenario para el disfrute de los confinados. Las malvas, que habían crecido descomunales y se colaban entre los bancos y hasta las ruedas de los coches que no se habían movido en estos meses. Amapolas que encontraban en las aceras un buen lugar para habitar. Los señores jardineros del Ayuntamiento que no habían podido hacer su trabajo, y aceras y cunetas sin desbrozar. La ciudad asilvestrada y maravillosa.
Todo esto me hace pensar sobre las ciudades que habitamos, intuyendo que no será el último confinamiento que vamos a vivir. Mucha gente se está planteando salir de la ciudad para irse a los pueblos, porque confinarse en un piso estándar de Madrid ( por ejemplo) es un ejercicio “intenso” en el que todos podemos ver que necesitamos naturaleza para vivir “bien”. Y en nuestras ciudades nos empeñamos en mantenerla a raya para que no nos invada mucho. Y quizá es justo lo que necesitamos: belleza y los ritmos de las estaciones también en nuestras ciudades, que nos permitan crear vínculos con la naturaleza.
Leía en estos días una entrevista con el filósofo español Emilio Lledó, de 92 años, que justo hablaba sobre los ritmos de la naturaleza, y la continuidad que nos ofrece, decía: “Dentro de poco empezará a explotar la primavera, y en la próxima estación esas hojas se caerán y el año que viene saldrán otras. Esa es la continuidad de la naturaleza, y esa continuidad no nos es dada a los humanos. Pero sí nos es dada la de nuestros ideales, la continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la belleza. Todo eso prosigue, aunque tú te vayas (…). Y también es consolador mirar la vida de uno y encontrar que en ella hay cierta coherencia desde el principio hasta el final.”
Nos hizo además recordar a una de las mujeres que más admiramos, la ambientalista americana Rachel Carson, que proclamaba ya en los años ochenta que el vínculo con la naturaleza nos regala ciertas certezas profundas que nos proporcionan fuerza infinita para la vida.
“Aquellos que contemplan la belleza de la tierra encuentran reservas de fuerza que durarán hasta que la vida termine. Hay una belleza tan simbólica como real en la migración de las aves, el flujo y reflujo de la marea, en los repliegues de la yema preparada para la primavera. Hay algo infinitamente reparador en los reiterados estribillos de la naturaleza, la garantía de que el amanecer viene tras la noche y la primavera tras el invierno.”
Y así avanza Mayo, hacia una desescalada sin prisa pero sin pausa (¡esperamos!) , que nos regale un día de montaña entre arboles, piedras y ríos.